Este blog personal estuvo activo de marzo de 2008 a julio de 2010. La continuación está en jeri4queen.blogspot.com

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Los consejos de mamá

En este ejercicio tenía que delinear personajes. Pero pasan tantos, que ustedes díganme si lo logré :)

“Mide tu tiempo hijita” rebotaba en mi cerebro mientras seguía platicando con Lina, una colombiana caliente, de melena alborotada y sonrisa automática que vivía conmigo. Solíamos platicar entre risas e interrupciones mutuas. Aquella mañana, tratábamos de armar el rompecabezas llamado: que-pasó-en-la-peda-de-anoche. Yo tenía un vuelo que tomar a Amsterdam a las 3 de la tarde y aún no tenía la maleta preparada.

Pero estaba confiada en mis tiempos y rutas. Los consejos subconscientes de una madre que se encuentra al otro lado del atlántico no me alteraban. Ya hacía tiempo en que mi “nueva” ciudad había dejado de ser “nueva”. Era ama y señora de mis dominios, de mi tiempo, de mi vida. Además, el acento, la ropa y corte de pelo gachupines me hacían mimetizarme en esa masa amorfa de gente que recorre en metro los subsuelos de Madrid. Túneles que yo conocía casi como si los hubiera cavado con mis uñas de silicona.

Cuando Lina me abrazó para despedirnos vi el reloj de la sala: sus manecillas marcaban las doce y media. Pensé que tal vez y tendría que correr una vez que llegara al aeropuerto. No le vi ningún problema. Como sea, mi maleta al hombro apenas y pesaba. Como experta viajera sabía la cantidad exacta de ropa que llevar.

El metro no estaba tan lleno. Aquel sábado de otoño los madrileños estaban relajados y sonrientes. Aunque el calor comenzaba a ceder, aún no era tiempo de que esas señoras de pelo corto y rubio sacaran sus abrigos largos de piel que las hacen ver como osos emperifollados. En cambio, unos jóvenes escandalosos con piercings si traían suéter y me pregunté si el no cargar con el mío a la cintura había sido un error.

Estaba feliz y confiada, ese viaje al Oktoberfest lo había deseado y planeado desde que comencé con mi vida alcohólica. Nada podía salir mal. Con canciones de pop español en mis oídos, me sujetaba fuertemente de la barra superior del vagón, ya que decidí no bajar mi maleta del hombro, al fin que ni pesaba.

Faltaban algunas estaciones para mi destino final cuando los operadores del metro nos bajaron del vagón e indicaron que había que continuar en un autobús, ya que parte de la estación se encontraba en construcción. Pensé en el tráfico a nivel del suelo en un puente de vacaciones, por lo que decidí tomar un tren de cercanías que me dejaba en el aeropuerto. Mi guía roji cerebral me indicaba que era la mejor opción.

Caminé hacia el transbordo y me di cuenta que lo estaban remodelando. No me parecía fácil comprender la utilidad de aquella construcción. Era una sala de exhibición que intentaba pasar por encima de las vías. Me sentí defraudada y ansiosa. ¿Por esa tontería me retrasan? Para qué construyen esas pendejadas, en una estación tan transitada, como ésta.

Cuando llegué al andén del tren, lo vi partiendo. Maldito Murphy y sus leyes... Impaciente, vi la tabla de tiempos: 15 minutos para el siguiente tren. Pasaron dos trenes del lado contrario y comencé a dudar de mi sabiduría sobre el sistema de transporte. ¿Y si había leído mal la tabla de tiempos? El agobio se sentía en mi garganta y el “mide tu tiempo, hijita” se repetía en mi cerebro cada que veía el reloj del andén. O sea, cada dos minutos. ¿Estaba bien ese reloj de mierda? Los segundos se alargaban y la maleta se hacía más pesada. Comencé a sentir gotitas de sudor en mi espalda a consecuencia de los nervios y del peso que cargaba. De pronto, un fuerte aire se coló a la estación y a mi blusa de tirantes, lo que me hizo estremecer. “Llévate un suéter, hijita” se repitió automáticamente en mi cabeza. Sólo faltaba que me enfermara.

Me enojé con mi madre y con sus consejos insertados en mi corteza cerebral. Comencé a reprocharme el no haber salido antes de la casa por estar hablando de pendejadas con Lina. Estaba a punto de auto-cachetearme cuando llegó el tren y me subí.

Los trenes de cercanías son de largo trayecto, por lo que el tiempo entre estaciones es mayor... ¡Pero no tan mayor! Por las distancias que había entre cada una, comencé a sentir que llegaba a Francia. El vagón iba prácticamente solo y tuve la oportunidad de ocupar dos lugares al momento de sentarme: uno para mí y otro para mi maleta, la cual se había fundido a mis hombros. El sudor continuaba y tenía muchas ganas de llorar. Estaba segura que iba a encontrar el check-in cerrado. Ya me veía rogando a las empleadas del mostrador, inventando algún abuelo muerto o una junta importante. Me insulté en mexicano, colombiano, inglés y gachupín. Ya ni la chingaba.

Por fin llegué a Barajas. El reloj marcaba 2:15, que era la hora de cierre del vuelo. Aún así, decidí correr. Capaz que el vuelo se retrasaba… suele suceder, podría tener suerte, ¿cierto? La maleta a mis hombros pesaba como si cargara piedras en vez de ropa, por lo algunos metros después comencé a sentir que mis pulmones se escapaban por la garganta. Decidí bajar mi ritmo y seguir a pasos largos pero constantes. Aún así, veía desdibujada a la gente que pasaba a mi lado. Eran sólo una enorme mancha por sortear.

A las 2:25 llegué al mostrador de KLM, quienes ya voceaban mi nombre completo. Me identifiqué, e hicimos el trámite para obtener el pase de abordar. Por fin, bajé esa horrible maleta de mis hombros y me indicaron que corriera a la sala de espera B. Supuse que me iban a regañar, pero ni una palabra. Para eso ya tengo a una madre mexicana pegada al subconsciente.

Cuando abordé y me senté en el lugar indicado en mi boleto, aún me sentía abrumada, histérica, llena de adrenalina. Mis sienes palpitaban y en mi blusa se notaba mi transpiración. Con los hombros adoloridos, me recargué en el pequeño asiento y prometí hacer más caso de los consejos de mamá. Lamentablemente, apenas aterrizaba el avión cuando desobedecí un “No hables con extraños, hijita”.

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