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lunes, 17 de noviembre de 2008

Tragedia en papel y cartón

A la inocente edad de 10 años, fui la primer niña vetada de las fiestas infantiles del colegio. Mi vergonzoso comportamiento tuvo raíces años muchos antes. Mis padres nunca se dieron cuenta de la gravedad del asunto, hasta que ese triste día del 85' la madre superiora les dijo firmemente “la niña no entra más”.

Como buena chilanguita clasemediera mis papás me organizaban religiosamente mi fiesta de cumpleaños en Chapultepec, a la que asistían todos mis primos e hijos de los amigos de mis papás. Había globos, payasos, carne asada o hojaldres de mole, pastel y por supuesto, piñata.

Mi mamá me hizo la fiesta de un año hasta el año 4 meses, cuando ya me podía parar perfectamente y sostener la palita en la mano para atizar la piñata. Por supuesto, mis padres me tuvieron en entrenamiento y fui la sensación de la fiesta... así como el inicio de mi tragedia social.

A los 4 años, comenzó la tradición de que en mis fiestas, yo rompía mi piñata. Supongo que era una especie de compensación psicológica por compartir la fiesta con mi hermanita, 2 años menor. De esta manera, mis papás se ahorraban una pachanga y yo tenía lo que más quería. No me importaba que no fuera la única festejada.

Mi mamá, siempre atenta a mi comportamiento, ya se había dado cuenta de mi obsesión con romper la piñata. Días antes de la fiesta yo entrenaba con palos de escoba, pegándole a los árboles y bancas del parque. Incluso a veces, me daba vueltas en mi propio eje para practicar mi tino mareada. No iba a permitir que un leve mareo me alejara del objetivo final: madrear un animal de papel y cartón.

Mi fiesta de 5 años estuvo en peligro de no efectuarse, ya que en uno de mis entrenamientos, rompí el palo contra el buró de mi cuarto. La parte volátil pasó rozando mi cabeza y aterrizó en la frente de mi hermana, quien cantaba interminablemente “dale dale dale, no pierdas el tino”, debido a que le había prometido darle a cambio alguno de mis regalos.

Yo contra el pato maldito

Yo no lo sabía pero todo este entrenamiento era innecesario, ya que justo cuando la piñata estaba por romperse, mis papás me ponían a darle. Incluso llegaron a sobornar a los otros niños con dulces y juegos, con tal de que yo terminara rompiéndola y no armara la de Troya. El plan siempre salía a la perfección. Sin embargo, en mi interior se estaba gestando un monstruo y nadie lo sabía.

Dicho monstruo salió cuando a los 7 años y, en una fiesta que no era mía, armé un escándalo digno de una novela de televisa cuando no fui yo quien rompió la piñata. No sólo di de patadas y berridos, si no que, cuando ya me encontraba en aparente calma, tiré del columpio al niño que me había suplantado. En mi defensa alegué que tenía que haber metido las manos para no tener semejante chichón en la cabeza.

Mis papás no sabían donde esconderse. Rosita, siempre tan bien portada, tan alegre, tan bailadora. ¿Como pudo haber hecho eso? Me sacaron de la fiesta sin bolo y reprimieron mi comportamiento todo el camino de regreso a casa. Pero como su mentalidad era de adultos, nunca se dieron cuenta que lo hice en cruel venganza.

Fue en la siguiente fiesta -que tampoco era mía y por lo tanto el final de la piñata no había quedado en mis manos- en la que una vez roto el objeto de mi obsesión y comenzados los juegos infantiles, me desaparecí armada con un palo. Me encontraron justo donde estaban los restos de las piñatas con los ojos llorosos y llenos de rabia, mientras destrozaba aún más los dolidos restos de un caballo de cartón y papel china. Tanta era la fuerza de mi castigo, que mis papas creyeron que había algo más tras esos golpes.

Fui a dar al psicólogo. El loquero calmó a mis papas, argumentando que sólo era un mal día. "La niña quiere llamar la atención".

El asunto fue olvidado y coincidió con un cambio de escuela y por lo tanto, de amiguitas.

En esta nueva escuela se acostumbraba hacer un pequeño pastel y piñata a las cumpleañeras que eran recogidas más tarde. Ese día me quede yo y, sin el ojo atento de mis padres, la desgracia comenzó.

Al principio exigía con llantos que era mi turno, que yo tenía que pegarle. Primero en un tono lastimoso, pasando por berridos, gritos, exigencias y amenazas. La maestra reprobó mi conducta y me mandó fuera del lugar. Saqué un palo de sabedonde y me puse a pegarle a la piñata al mismo tiempo que la festejada, quien, enojadísima se lanzó a golpearme.

Lo mismo hicieron las demás niñas salvajes y tuve que ser rescatada por la madre superiora, quien me puso a rezar ante el santísimo sacramento para que perdonara mi indisciplina. Yo, que nunca fui muy creyente, lloraba de coraje entre maldiciones. Las monjas se creyeron mis lágrimas, sin embargo, no dejaron de informar a mi santa madre lo ocurrido. La pobre no sabía donde esconderse.

Desde ese día y, cuando iba a haber fiesta, por ningún motivo podía quedarme más tarde de las dos.

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